La cabaña abandonada se alzaba entre los árboles como un espectro, sus tablas podridas crujiendo bajo el peso del viento. Sabrina se arrastró hacia el umbral, el tobillo hinchado latiendo al compás de su respiración entrecortada. La puerta, medio desprendida, se abrió con un gemido que heló su sangre. Dentro, el olor a moho y tierra húmeda la envolvió. Una ventana rosa filtrada por enredaderas dejaba entrar la pálida luz de la luna, iluminando un viejo sofá desgarrado y una chimenea llena de hojas secas.
Se desplomó sobre el sofá, las lágrimas secas ahora convertidas en un fuego frío en su pecho. Con manos temblorosas, arrancó un trozo de su enagua para vendar el tobillo. Cada movimiento era una agonía, pero el dolor físico palidecía ante el recuerdo de los ojos de Edwards, aquella niebla de duda que lo convirtió en un extraño.
—¿Por qué no me creíste, mi amor? —Murmuró, apretando la tela contra la piel magullada. —En estos pocos meses juntos te lo di todo… hasta mi dignidad. Me cues