La mañana entraba por los ventanales de la sala con cortinas de encaje, tiñendo el espacio de un dorado suave. El aroma a café recién hecho y pan caliente recién horneado flotaba en el aire, pero nadie prestaba atención al desayuno. Sabrina, de pie junto al sofá de cuero natural, jugueteaba con el borde de su suéter beige mientras observaba a Ana acomodar cojines y a Laura, sentada en el suelo, dibujando con crayones. El reloj de pared marcaba las 9:17 a.m., y el silencio solo se rompía con el crujido del papel.
—Ana, Laurita… —llamó Sabrina, ahogando un temblor emocionado en la voz. —Tenemos que hablar.
Ana se giró de inmediato, las manos detenidas en el acto de alisar un almohadón. Laura levantó la cabeza, sus ojos curiosos brillando tras el flequillo despeinado.
—¿Pasó algo? —Preguntó Ana, palideciendo al notar la tensión en los hombros de Sabrina.
—No, no… Al contrario. —Sabrina respiró hondo, como si quisiera contener cada palabra antes de soltarla. —El médico llamó anoch