El balcón era una herida abierta en la opulencia del salón: mármol frío bajo los pies, cortinas de terciopelo carmesí ondeando como lenguas de fuego en la brisa nocturna. El ruido de la fiesta se ahogaba tras las puertas cerradas, dejando solo el latido del silencio y el eco de dos respiraciones entrecortadas. Sabrina, apoyada contra la barandilla tallada con gárgolas, observaba a Edwards caminar de un lado a otro, su sombra alargada devorando las paredes. La luna plateada cortaba su perfil, revelando una mandíbula tensa y ojos que brillaban como dagas.
—¿Cariño? ¿En serio? —Edwards se detuvo frente a ella, voz cargada de hielo. El sobre de Joaquín sobresalía de su bolsillo, la esquina rasgada como si hubiera intentado abrirlo y desistido. — ¿Cariño por el hombre que intentó destruir lo que tenemos? ¿Que te citó en ese café con esas fotos falsas? ¿Ese bastardo que culpa a mi familia de asesinar a tus padres? —Su puño golpeó el aire, impotente.
Sabrina avanzó, el vestido de seda o