Serena se despertó a las tres de la madrugada, tiritando de frío.
No era para menos: la casa del jefe era exageradamente lujosa, y el aire acondicionado funcionaba como si quisieran convertirla en una cámara frigorífica. Tal vez era porque Esteban era de esas personas que preferían el frío extremo y solo parecían sentirse vivos en ambientes congelados.
Temblando, Serena se abrazó los hombros para darse algo de calor, y fue entonces cuando notó que tenía encima una chaqueta de traje. Era de Esteban.
Toda su ropa era de diseño hecho a medida, con telas costosas y acabados impecables. La chaqueta aún conservaba un suave aroma masculino a colonia cara —esa fragancia sobria pero magnética que definía perfectamente a Esteban.
No necesitaba pensarlo demasiado: seguramente él, con un raro arranque de compasión, se la había echado encima para que no muriera congelada.
Lamentablemente, una sola chaqueta no bastaba para combatir tanto frío.
Serena, medio dormida, subió las escaleras envuelta en