Serena abrió la puerta del apartamento.
Ajá.
El salón estaba vacío, ni una sola alma a la vista.
Al parecer, el jefe superocupado todavía no había vuelto a casa.
Miró la cajita de pastel que llevaba en la mano. A través del empaque transparente, casi podía jurar que el pastelito le suplicaba con lágrimas en los ojos que lo comiera de una vez.
Pensándolo un momento, se dirigió a la cocina para meterlo al refrigerador.
Pero justo entonces, escuchó pasos acercándose.
Un hombre bajaba las escaleras, envuelto en una bata de baño negra. Su cabello rubio aún estaba húmedo, claramente recién salido de la ducha.
Tal vez no esperaba que Serena regresara esa noche, porque no se había molestado en ajustar la bata. Su pecho y clavículas estaban al descubierto.
Serena apenas echó un vistazo y enseguida desvió la mirada, llevándose la mano libre a los ojos.
Esteban comentó con frialdad:
—¿Y taparte los ojos así te sirve de algo?
La verdad, no.
Porque aún llevaba el pastel en la otra mano y solo usab