Meses después.

Aquel día sombrío, cuando se dio por muerta a Marina sin esperanza alguna, no solo Sebastián se arrodilló devastado ante la noticia que destrozaba sus entrañas, también Mayra, quien se inclinó por el dolor agudo e insoportable que sintió perforarle el vientre como una daga ardiente, tras aquella declaración oficial que resonaba como un eco en los pasillos fríos de la comisaría.

El impacto fue tan severo que pareció manifestarse físicamente en su cuerpo, como si cada célula se resistiera a aceptar la realidad que los funcionarios acababan de comunicar con esa frialdad de quienes están acostumbrados a transmitir noticias devastadoras a los familiares de las víctimas.

Se negó con todas sus fuerzas, gritó hasta desgarrarse la garganta y se rehusó a aceptar que su amiga del alma, su confidente, su hermana por elección, estuviera muerta, desaparecida para siempre en las aguas turbulentas que ahora se habían convertido en su supuesta tumba líquida.

Exigió que continuaran buscando sin desc
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