La noche, que para muchos era sinónimo de descanso, para Gabriel León representaba el escenario perfecto para pensar con claridad. El silencio de su despacho lo envolvía con una calma que no solo despejaba el ambiente, sino que también le permitía poner en orden cada una de sus ideas con mayor claridad y precisión.
Sobre el escritorio reposaban los documentos que Isabella Moretti Deveraux le había dejado.
Ya los había leído al menos un par de veces, pero ahora los examinaba con la atención quirúrgica de quien busca grietas donde no deberían existir. Cada gráfico, proyección y párrafo estaba meticulosamente elaborado; no había errores ni exageraciones.
Era una propuesta sólida, ambiciosa y estratégicamente brillante, lo cual le generaba una irritación mayor de la que estaba dispuesto a admitir.
Apoyó los codos sobre la mesa y se frotó la frente con ambas manos. No era el tipo de hombre que se dejaba impresionar con facilidad, mucho menos por mujeres