Isabella se mantenía erguida, con el mentón alto y las piernas cruzadas con una precisión casi coreográfica. Sostenía su portafolio sobre el regazo, como una reina aferrada a su cetro, mientras sus dedos jugueteaban con la cremallera dorada con una calma engañosa.
A simple vista, parecía una mujer imperturbable, sin embargo, cada minuto de espera tensaba más la cuerda de su paciencia, estirada al límite por la incertidumbre cuidadosamente calculada del mundo corporativo que la rodeaba.
Cloe, sentada a unos pasos, la observaba en silencio, atenta como un centinela. No se atrevía a interrumpir aquel estado de concentración que parecía más bien una ceremonia interna. La atmósfera era tan densa que hasta el aire se sentía medido, respetando el espacio sagrado de su jefa.
—¿Crees que nos hará esperar mucho más? —murmuró Cloe finalmente, con voz baja, como si temiera que hasta las paredes escucharan.
Isabella apenas giró el rostro. Su mirada seguía fija al frente, tan recta y tensa como una