El silencio reinaba en la habitación, roto únicamente por el sonido irregular de la respiración de Isabella, que se alzaba y caía en un ritmo tembloroso, casi doloroso.
Estaba recostada en la cama, con los ojos enrojecidos y abiertos de par en par, todavía sacudida por todo lo que había vivido minutos antes.
El peso de la visión seguía oprimiéndole el pecho, como una losa invisible que no le permitía respirar con normalidad, haciéndole sentir atrapada entre el presente y los ecos de un pasado que se negaba a soltarla.
Isabella se giró lentamente sobre la cama, buscando acomodarse, pero su cuerpo se sentía extraño y pesado, como si todavía estuviera dividido entre dos mundos: la realidad y aquel pasado que había revivido con una crudeza insoportable.
La puerta se abrió suavemente, rompiendo la quietud.
Gabriel entró en silencio, con un vaso de agua en una mano y un paño húmedo en la otra.
No entendía del todo lo que estaba pasando, pero sabía que debía ser fuerte para Isabella. Se repe