Un regalo envenenado.
El amanecer apenas comenzaba a colorear con luces pálidas el horizonte cuando Isabella emergió de un sueño intranquilo. El reloj de su mesita marcaba las 7:02, y la habitación permanecía en penumbra, salvo por un rayo de sol que se filtraba por una rendija de la cortina, iluminando apenas el contorno de los muebles.
La noche anterior fue otra de esas tantas en las que Sebastián no se había quedado a dormir, una costumbre que antes solía carcomerle la calma y llenarla de preguntas sin respuesta.
Sin embargo, en esta ocasión, no sintió la punzada familiar de abandono, ni la urgencia de justificar lo injustificable.
Permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el techo, obligándose a inhalar profundo y a exhalar con lentitud, tratando de anclar su mente a ese presente que, aunque todavía frágil, comenzaba a tener un sabor distinto, como si algo dentro de ella hubiese hecho clic y ya no dependiera de su ausencia para derrumbarse.
Pronto, su mente la arrastró de vuelta al día anterior.
La reu