Entren.
La madrugada parecía contener la respiración, como si el mundo entero aguardara antes de estallar.
El barrio industrial se extendía como un cementerio de estructuras oxidadas, paredes corroídas y techos hundidos, un lugar donde el silencio era tan espeso que hasta el viento parecía temer adentrarse.
Era el escondite perfecto para la oscuridad en la que Isabella estaba prisionera, vulnerable y sola, aguardando sin saber si vería otro amanecer.
A lo lejos, la penumbra fue interrumpida por el movimiento de un convoy que avanzaba sin emitir más ruido que el mínimo necesario.
El primer vehículo, un auto negro de líneas elegantes, se deslizaba con las luces apagadas, serpenteando entre las sombras con la cautela de un depredador.
Tras él, siete camionetas blindadas se movían en formación perfecta, sincronizadas como un solo organismo letal.
Gabriel conducía al frente, su rostro era como una máscara impenetrable, esculpido por la tensión