El mar estaba picado en esa madrugada. El cielo, aún teñido de sombras, se confundía con la superficie oscura y movediza. La brisa cargada de sal y humedad anunciaba tormenta, pero nada parecía importarle a Kenji.
Caminaba por la playa de un pequeño poblado costero, con la mirada perdida y los puños apretados, deteniéndose frente a cada choza, a cada barca atada en la arena. El dolor le hervía en las venas. No era solo ira: era un fuego que quemaba todo a su paso. El pensamiento de Julieta tal vez herida, tal vez llorando, tal vez llamando su nombre lo volvía inhumano.
Golpeó la puerta de una cabaña con violencia.
—¡Dime lo que sabes de una lancha desconocida con una mujer embarazada a bordo! —Gritó en un español tosco, sujetando por el cuello a un pescador que apenas entendía lo que pasaba.
—¡No… no sé nada, señor! —Balbuceó el hombre, con los ojos desorbitados.
Kenji lo soltó de golpe, frustrado. Caminó hasta otra casa y repitió la escena. Quería respuestas, y estaba dispuesto a arr