ASHTON GARDNER
El reloj marcaba las 10 am.
La habitación estaba sumida en una paz dorada, tibia, de esas que uno teme romper si respira demasiado fuerte.
Liss seguía acostada a mi lado.
Su cabello enredado sobre la almohada, sus piernas rozando las mías bajo las sábanas.
Y aunque ya no dormía, tampoco se movía.
Estaba ahí, en ese espacio entre el sueño y la realidad, donde aún se podía respirar sin dolor.
Yo no tenía prisa.
Ni por hablar, ni por besarla, ni siquiera por tocarla.
Estaba aprendiendo a leer cada silencio de ella como si fueran páginas sagradas.
Mis dedos buscaron los suyos con una lentitud casi temerosa.
Y cuando sintieron que no había resistencia, los entrelazaron.
Su mano se cerró sobre la mía.
Con fuerza.
Con fe.
Liss giró el rostro y me miró.
Sus ojos no pedían permiso.
Pedían refugio.
—Ash… —susurró, su voz tan suave que apenas la escuché.
—Estoy aquí —le respondí, acariciando su mejilla con la yema del pulgar.
Ella tragó saliva.
—Quiero…
No terminó la frase.
No hiz