CAPITULO 3: Cautiva

La pesada puerta de hierro se abrió y una joven delgada y pequeña entró por ella. Traía ropa limpia, un paño y un recipiente con agua. Se le acercó temerosa, sin hacer contacto visual con ella. 

—Mi señor pide que por favor se limpie y se cambie de ropa. —Cuando le entregó las prendas, Amaya notó las marcas de mordidas en sus muñecas.

—¿Quién es tu señor? 

—El príncipe Ryu, señorita. Él desea que use esta ropa limpia y luego me acompañe a la que será su habitación mientras esté acá. También le manda a decir. —La joven titubeó, como si tuviera miedo de seguir hablando—, le, le manda a decir que, que no trate de huir. Si lo intenta, él la matará. 

«Maldición».

Así que su captor era nada menos que uno de los tres príncipes. Tarde o temprano la destruiría. ¿Qué sentido tenía acatar la advertencia? Retrasar su muerte solamente. 

Su vida se acercaba a su fin.

Observó de nuevo las marcas en las muñecas de la pequeña sirvienta, sin duda esa chica era mucho más indefensa que ella, una esclava de esos asquerosos seres.

Por poder librar a los humanos de la esclavitud de los vampiros era que estaba orgullosa de ser una cazadora. Su destino era morir luchando contra esas sanguijuelas, no tenía caso sentirse como un ratón indefenso. Si tenía que dar su vida lo haría con valentía. Moriría como la guerrera que era, dando la batalla. 

Agarró el balde con agua y las ropas limpias que la joven mujer le ofrecía. Se quitó su uniforme negro de poliamidas cubierto de suciedad y sangre y se limpió con el paño humedecido en  balde, la sangre seca que cubría su cara y vistió las ropas sencillas de algodón que le dio la sirvienta.

Cuando la mujer se hubo retirado, Amaya tomó una decisión. Si iba a morir destruiría a sus captores antes. Se los llevaría con ella al mismísimo infierno.

**********************

Un momento después, otro vampiro entró a la celda. 

El vampiro —quien era sin duda un sirviente— se acercó a ella, tomó sus manos y las ató juntas, luego le pidió que lo acompañara. La cazadora en alerta lo siguió. 

Caminaron por un pasillo sin ventanas flanqueado por otras celdas como aquella donde había estado, sin embargo, las gruesas puertas de hierro no le permitían ver si se hallaban ocupadas. Luego entraron a un elevador y el vampiro marcó la planta número nueve. Durante el incómodo momento ninguno de los dos apartó los ojos del otro. 

Las puertas de acero se abrieron a un amplio salón iluminado por luz indirecta proveniente de modernas lámparas en las paredes. Atravesaron la lujosa sala de suelos de mármol y adornada con estatuas blancas de bellas ninfas. A un lado del salón, unas escaleras de caracol confeccionadas en acero y cristal ascendían a la planta superior. Subieron por ellas y se pararon frente a una de las varias habitaciones que se distribuían en ese piso. 

El vampiro, que sujetaba sus manos atadas, la empujó suavemente al interior de una de ellas.  Amaya entró y sus ojos exploraron el lugar. Era un dormitorio amplio, en cuyo centro y recostada de la pared, una gran cama de madera oscura captaba la mirada. Había además a un lado dos sillones forrados en cuero, también oscuro, y en una mesita redonda reposaba un jarrón con un ramillete de jacintos de un intenso color añil. 

Su captor la desató y antes de que ella pudiera decir algo, él salió y cerró la puerta desde afuera, dejándola encerrada en la habitación. 

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