Cuando Samuel entró a la habitación, lo hizo como un huracán.

Sus pasos resonaban como martillazos, y su rostro estaba desfigurado por una furia apenas contenida.

Deisy, aún débil en la cama, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que él la tomara brutalmente del cuello.

—¿¡Cómo pudiste hacerme esto!? —rugió Samuel, sus ojos encendidos por una rabia oscura, sus dedos apretando con desesperación—. ¡¿Cómo pudiste beber un abortivo y luego acusar a Luciana para dañarla?!

—¡Samuel! ¡Samuel, por favor! —sollozó ella con voz quebrada, sus manos temblorosas aferrándose a las de él, suplicando—. ¡Te juro que yo no lo hice! ¡Yo no haría algo así!

La mirada de Samuel titubeó. Por un segundo, la duda se coló entre su enojo. La soltó de golpe, como si le quemara, y Deisy cayó contra las almohadas, llorando desconsoladamente.

—¿Y ahora qué? —escupió él, entrecortado—. ¿Vas a decir que fue Luciana quien te lo dio?

—¡No! ¡No fue ella! —gritó Deisy entre lágrimas—. ¡Fue tu madre, Samuel!

Un silenci