Sergio temblaba.
Aun cuando los detectives ya se habían marchado hacía más de una hora, su cuerpo no dejaba de estremecerse. Estaba solo, atrapado en el eco de las palabras que le habían arrojado como cuchillas.
—No puede ser cierto… —murmuró, con la voz ahogada por la incredulidad—. Ella no pudo hacerme esto. No pudo… ¡No pudo dejarme así, como si yo no valiera nada!
Se llevó ambas manos al rostro, cubriéndose los ojos rojos, inyectados, con lágrimas acumuladas que se negaban a caer, como si su cuerpo no supiera si llorar o arder.
No podía aceptar aquella posibilidad, no quería.
Porque si era cierta… si Ariana seguía viva y simplemente lo había abandonado, lo había borrado de su vida como si fuera polvo… entonces todo lo que había sentido, todo lo que creyó compartir con ella, era una mentira.
Y el alma se le resquebrajaba con esa idea.
—Era mía —susurró con rabia contenida—. Me amó. Me lo juró mil veces. ¿Por qué haría algo así? Fallé, pero, ¿era para hacerme algo tan cruel?
Pero la