Miranda corrió tras Arturo sin pensar, como si sus pies se movieran solos, impulsados por la angustia y la confusión.
Cuando él se detuvo, giró sobre sus talones con una furia contenida que le encendía los ojos como brasas.
—¿Me crees tan maldito? —escupió con la voz quebrada, como si cada palabra fuera una herida abierta—. Para ti soy un monstruo, ¿verdad? ¡Eso es lo que soy en tu historia! Te supliqué, Miranda… ¡Te rogué perdón! Y tú… tú usaste la muerte de Ariana como el mejor pretexto para odiarme.
Ella se detuvo en seco. Sus hombros temblaron. Bajó la mirada, sintiéndose de pronto desnuda ante el peso de su verdad.
—Me hiciste sufrir tanto… —susurró, apenas audiblemente—. Me hiciste cargar con una culpa que me quebraba, con una tristeza que me ahogaba… por una muerte… ¡Que nunca ocurrió!
Arturo se estremeció. Su cuerpo entero vibraba de rabia, de frustración, de impotencia.
—¡Baja la voz! —gritó, mirando a su alrededor con desesperación.
—¿Por qué? —le desafió él, su voz al borde