Ariana estaba en esa clínica.
Alejada de la ciudad, oculta entre caminos, que ningún transeúnte pisaría por accidente, como si hubiera sido construida para borrar huellas, para esconder secretos.
El lugar olía a silencio, a confidencialidad blindada por millones. No cualquiera podía entrar allí: modelos, políticos, celebridades que querían ocultar el paso del bisturí, o peor aún, un pasado.
La luz blanca de los pasillos tenía una claridad casi agresiva, quirúrgica, como si fuera diseñada para no dejar sombras donde esconder culpas.
Ariana apretó los brazos contra el pecho.
A su lado, la abogada Martínez hojeaba su carpeta con una expresión que intentaba ser neutra, pero su mirada de reojo delataba preocupación.
—Señorita Cisneros —dijo una asistente, con un tono suave, casi reverencial—. Es su turno.
Ariana tragó saliva. Sus piernas la llevaron hasta la puerta casi por inercia.
La sala era amplia, pulcra, tan perfecta que intimidaba. Cada superficie brillaba como si no quisiera recorda