La abogada Martínez se detuvo frente a Ariana… o más bien, frente a la nueva identidad que ahora debía abrazar: Marfil.
La observó con una mezcla amarga de tristeza, culpa y una chispa de admiración.
El rostro de Ariana aún llevaba las huellas recientes del infierno vivido: una leve hinchazón en la mejilla izquierda, sombras violetas bajo los ojos, como cicatrices del alma que se asomaban a la piel.
Su cabello, antes de un rubio dorado que capturaba el sol, había sido teñido de un castaño oscuro, tan profundo que parecía absorber la luz.
Ahora lo llevaba lacio, disciplinado, sin rastro de su anterior volumen ni rebeldía.
Sus ojos, antes celestes y chispeantes como el hielo bajo el sol, se ocultaban tras lentillas marrones.
Nadie la reconocería. Nadie imaginaría que alguna vez fue Ariana.
La abogada le extendió un sobre manila.
Dentro, el boleto de avión que la llevaría lejos: lejos de su dolor, de su prisión… de Sergio.
—Aquí está —susurró con voz contenida, como si una emoción vieja l