Sergio se levantó tambaleante, quejándose por los golpes.
Escupió sangre al suelo; le colgaba del labio roto como un hilo rojo y viscoso. Su respiración era pesada, los ojos inyectados de odio y obsesión.
Se limpió con el dorso de la mano y, sin perder tiempo, echó a andar tras ellos.
Marfil e Imanol corrían desesperados por los pasillos de aquella maldita mansión.
El lugar era un laberinto de sombras y puertas cerradas, como si la misma casa se aliara con el monstruo que los perseguía.
Hasta que, finalmente, divisaron la puerta principal.
—¡Allí! —gritó Marfil.
Imanol golpeaba con fuerza la cerradura, los cristales, dispuesto a romperlos si era necesario.
Pero un golpe seco cortó el aire. Sergio golpeó la cabeza de Imanol.
—¡Imanol! —gritó Marfil horrorizada, viendo cómo él caía al suelo como un saco de carne sin vida.
—¡Despierta! ¡Imanol, por favor! ¡Tengo miedo, mi amor, tengo mucho miedo! —lloró, sacudiéndolo con desesperación.
No respondió.
Y entonces, unas manos la tomaron por e