Sergio se encerró en el despacho con pasos erráticos, tambaleantes como si el peso del mundo lo aplastara.
Cerró la puerta con fuerza y se dejó caer en el sillón de cuero. Su respiración era un torbellino y las manos le temblaban al abrir la botella de licor.
Bebió directo del cuello, como un náufrago sediento, aferrándose a la última esperanza.
Las lágrimas comenzaron a caer, sin permiso, sin pausa.
—¡Ariana! —rugió, como si el eco del nombre pudiese traerla de vuelta—. No quería hacerlo así… tú me empujaste… Me obligaste a esto…
Bebió otro trago, más largo. El ardor del alcohol no podía competir con el que sentía en el pecho.
—No soporto que me mires como si fuera un monstruo… —susurró con voz quebrada—. ¿No te das cuenta de que eras todo para mí? Antes… antes me amabas, lo veía en tus ojos, vivías para mí. ¡¿Qué hice para que dejaras de amarme así?!
Golpeó la mesa con el vaso vacío, rompiéndolo en pedazos. La sangre goteó de su mano herida, pero no le importó. El dolor físico era ap