Sergio caminó por el pasillo como una sombra con peso propio, oscura, cargada de rabia.
Al verla allí, parada como una presencia inesperada, sus ojos se posaron en Lorna con una furia apenas contenida.
—¿Qué hiciste, Sergio? —preguntó ella, con un tono que oscilaba entre el reproche y el miedo.
—No te metas —espetó él con los dientes apretados.
—Sergio… déjala ir. Ella no va a perdonarte —insistió Lorna, con un temblor que traicionaba su voz.
Él se detuvo en seco. Dio media vuelta. Se acercó con pasos pesados, y sin previo aviso, la tomó del cuello. La presión de sus dedos era brutal, pero no era nada comparada con la furia que ardía en sus ojos.
—¡Es por tu culpa! —bramó, como si hubiera encontrado en ella, la excusa perfecta para justificar su infierno.
Lorna tragó saliva con dificultad.
El miedo le recorrió la columna como un relámpago helado. Pero incluso temblando, encontró algo que decir.
—¿Sabes…? Tal vez ella te perdone después... cuando mi bebé nazca. Piénsalo. El amor materna