Sergio caminaba de un lado a otro como una fiera herida, con los puños apretados y los ojos inyectados de furia. Su respiración era agitada, desbocada.
Se negaba a aceptar la sentencia que le repetían una y otra vez:
Que Ariana estaba muerta.
—¡No! ¡Eso no es verdad! —gritó, arrancándole al silencio un rugido salvaje.
Estaba junto al río Blanc, donde el auto se había precipitado.
Había pagado una fortuna a rescatistas de élite, expertos en rastreo y recuperación de cuerpos.
Todos escarbaban la tierra, el agua, los rincones más recónditos.
Pero Sergio no buscaba un cuerpo.
Buscaba una esperanza. Una pista. Un milagro.
Había traído a sus investigadores privados, forenses independientes, peritos en accidentes.
Cualquiera que pudiera decirle que su esposa no había muerto. Que tal vez se había fugado. Que estaba escondida. Que todo era un maldito error.
—Dios mío… por favor —susurró con voz rota—. No me la quites.
Entonces, uno de sus hombres más cercanos apareció corriendo. Su rostro estab