Sergio deambulaba por la casa como una sombra maldita.
Aquella mansión, una vez lujosa, ahora no era más que un cascarón podrido levantado en las afueras de Iliria. Sus paredes agrietadas y techos a medio caer eran testigos del abandono y la locura.
Pero él no sentía miedo. No ahí. Nadie lo buscaría en un sitio que parecía maldito. Nadie se atrevía a entrar. Y eso lo hacía perfecto por eso compró esa residencia en ruinas, en ese país.
Abrió una puerta. Dentro, una mujer se estremeció al verlo.
—¿Qué le hiciste a Imanol? —gritó Lynn, con los ojos encendidos de ira y angustia—. ¡Escuché sus gritos, maldito cobarde!
Sergio la observó por un momento, y luego sonrió. Una sonrisa torcida, sin alma.
—¡Cállate! —rugió, y sus ojos se volvieron oscuros, peligrosos—. ¿Quieres que tu hijo muera, Lorna?
El nombre resonó como un disparo. Lynn se paralizó. El terror le cruzó el rostro.
—¿Cómo me has llamado…? ¿Lorna?
—Ese niño no va a nacer —continuó él, su voz impregnada de odio—. Hoy voy a mostrarl