—¡Maldito imbécil! ¿Dónde está Marfil? —rugió Imanol, desesperado, con la voz desgarrada por la angustia—. ¡No la lastimes más! ¿No te cansas de hacer daño?
Sergio lo observó con una sonrisa que helaba la sangre.
Su rostro, bañado en sombra y perversidad, parecía disfrutar cada gota del sufrimiento ajeno.
Su silueta, recortada por la tenue luz de la habitación, se erguía como la de un dios cruel y retorcido que se regocijaba en el dolor ajeno.
—Tranquilízate, ella está muy bien —respondió con una falsa calma, saboreando cada palabra.
—¿Dónde está? ¡Quiero verla!
—Ahora mismo debe estar durmiendo —respondió sin titubeos, como si hablara del clima—. Está muy cansada... ya sabes, quedó agotada de tanto tener sexo.
La frase cayó como un relámpago en la habitación. Imanol quedó petrificado por un segundo, como si le hubieran vaciado el alma de golpe.
Luego, sus ojos se abrieron desmesurados, llenos de furia y desesperación.
La silla crujió bajo su peso cuando intentó levantarse, con los puñ