Los días siguientes a nuestra promesa junto al arroyo fueron de una paz inusual, una tregua silenciosa que se sentía casi frágil. Nos movíamos a través de la sinfonía verde de bosques ancestrales y la quietud melancólica de valles apartados, encontrando refugio en la acogedora oscuridad de cuevas ocultas y nutriéndonos de los generosos dones que la naturaleza nos ofrecía a cada paso. En la serenidad de esos momentos compartidos, el vínculo que nos unía se fortalecía, tejido con la delicadeza de miradas cómplices que lo decían todo, el consuelo de caricias suaves que transmitían calidez y las confidencias susurradas al calor protector de una fogata crepitante. Aiden y yo nos aferrábamos a esa calma, sabiendo en lo más profundo de nuestro ser que no duraría para siempre.
—¿Puedes creer que mi vida se ha convertido en esto?—, le dije a Aiden una tarde, mientras comíamos bayas recién recogidas, el sabor dulce explotando en mi boca. —Hace unas semanas, mi mayor