En las entrañas del castillo, donde la luz del sol nunca penetraba, el silencio que ahora reinaba en la celda del dragón era cualitativamente distinto al opresivo mutismo de su cautiverio. Era un vacío resonante, lleno de una ausencia que, aunque invisible, se sentía con una fuerza innegable, casi como un eco de poder desatado.
La rutina carcelaria seguía su curso inalterable. Varias horas después del amanecer, cuando el castillo comenzaba a despertar a sus diarias actividades, un guardia de las mazmorras, un hombre corpulento y de rostro curtido llamado Bram, descendió los húmedos escalones de piedra con la siguiente ración matutina. Su farol de aceite parpadeaba, proyectando sombras danzantes en las paredes mientras se acercaba a la celda del prisionero de alto valor. El aire era denso, cargado con el olor a humedad y hierro. Al llegar a la puerta de hierro forjado, Bram notó de inmediato algo fuera de lugar. El habitual gruñido bajo y amenazante que