El sueño me envolvió con la suavidad de una manta, llevándome lejos de la fría piedra de la cueva y las preocupaciones de nuestra huida. No fue un sueño de escape o persecución, sino de libertad pura. Soñé con cielos vastos y abiertos, donde volaba sin esfuerzo sobre paisajes desconocidos, la sensación del viento bajo mis alas tan real que casi podía sentirlo al despertar. Era un sueño premonitorio, aunque en ese momento no lo sabía.
Cuando mis párpados finalmente se abrieron, la tenue luz que se filtraba por la abertura en el techo de la cueva había cambiado, indicando el paso de varias horas. El sol, o la luna, había avanzado considerablemente. El dragón aún dormía a mi lado, su respiración un suave murmullo, un sonido rítmico que llenaba el espacio con una calma reconfortante. Su inmensa forma ocupaba gran parte de la cueva, una mole imponente y protectora, pero no me sentía apretada; su presencia era más bien reconfortante, un baluarte contra la soledad