El gruñido bajo que emanó de las profundidades del pecho del dragón resonó en el silencio del claro, tensando la atmósfera que hasta hace poco se sentía tan pacífica bajo el manto lunar. Sus ojos dorados, que momentos antes me habían mirado con una tranquila curiosidad, ahora centelleaban con una intensidad primitiva, escrutando las sombras que nos rodeaban como si pudieran desgarrar el velo de la noche misma. Mi propio cuerpo se tensó en respuesta a su alerta, un escalofrío recorriéndome la espalda a pesar de la suave temperatura nocturna. Mi mano buscó instintivamente un arma, una rama caída, una piedra, cualquier cosa que pudiera ofrecerme una mínima defensa en caso de peligro, pero solo encontré la fresca hierba bajo mis dedos. La adrenalina se disparó de nuevo, devolviéndome a la cruda realidad de nuestra situación.
El silencio del bosque se había transformado. Ya no era la calma relajante de la naturaleza dormida, sino una quietud expectante, cargada con la presencia invisible de algo que nos observaba desde la oscuridad. Podía sentir una mirada posada sobre nosotros, una sensación intangible pero innegable, aunque la densa oscuridad entre los árboles no revelaba su origen. Era una tensión palpable, casi un zumbido en el aire. El dragón se movió sutilmente, casi imperceptiblemente, interponiendo su imponente cuerpo negro entre la espesura oscura y mi posición, un escudo viviente. Otro gruñido, esta vez más profundo y gutural, vibró en el aire, una clara advertencia dirigida a lo que acechaba en las sombras. Era un sonido que hablaba de poderío y posesión, una declaración inequívoca de que este era su territorio, o al menos, que yo estaba bajo su protección incondicional. Su instinto protector era fieramente evidente. Pasaron unos segundos que se sintieron como una eternidad, donde el único sonido perceptible era el suave susurro del viento que mecía las hojas de los árboles, un siseo que apenas rompía la inmensa quietud. Luego, dos puntos de luz verdosa pálida, como esmeraldas fantasmales, rompieron la oscuridad entre los troncos. Se movían con lentitud, acercándose gradualmente, cada vez más definidos. No eran los ojos cálidos y dorados de mi compañero; estos tenían un brillo frío y depredador, un matiz gélido que me heló la sangre. Una criatura emergió finalmente de las sombras, deslizándose entre los árboles como un espectro. Era enorme, de un pelaje denso y oscuro que se confundía con la noche, pero sus ojos verdes brillaban con una intensidad casi fosforescente, iluminando su propio camino. Su cabeza era grande, con poderosas mandíbulas que revelaban colmillos largos y afilados, como dagas. Parecía un lobo, pero al menos el doble de grande, con una musculatura robusta que sugería una fuerza increíble, capaz de derribar cualquier presa. Un lobo prehistórico, sacado de las peores pesadillas. El dragón permaneció inmóvil, observando a la bestia con una atención inquebrantable. No percibí miedo en su postura, sino una preparación solemne, cada músculo de su cuerpo parecía tenso, preparado para desatar una furia devastadora si la situación lo requería. Sus ojos dorados se fijaron en los del lobo gigante, estableciendo un silencioso duelo de miradas, una batalla de voluntades sin palabras. La criatura lobuna se detuvo a unos metros de nosotros, su hocico levantado, olfateando el aire con movimientos rápidos y nerviosos, captando nuestros olores, analizando la situación. Sus ojos verdes se posaron en mí por un instante, una mirada fugaz que me hizo sentir vulnerable, expuesta, antes de volver a centrarse por completo en el dragón. Hubo un momento de tensa calma, una evaluación silenciosa entre los dos depredadores, el rey de los cielos y el rey de la noche terrestre. La tensión era casi insoportable. Entonces, para mi sorpresa y un inmenso alivio, la criatura emitió un gemido suave, casi un quejido de cachorro, y bajó su enorme cabeza, exponiendo su cuello en un gesto que inequívocamente denotaba sumisión. Era un reconocimiento de la superioridad del dragón. Luego, con una lentitud deliberada, retrocedió hacia la oscuridad de los árboles, sus ojos verdes desapareciendo gradualmente entre las sombras hasta que solo quedó el silencio del bosque, la atmósfera de nuevo respirable. El dragón relajó su postura, aunque sus ojos dorados permanecieron escrutando la oscuridad durante un instante más, asegurándose de que la amenaza se había retirado por completo, que no había un truco, que el peligro real había pasado. Luego, se giró hacia mí, y la tensión en su expresión se había disipado, reemplazada por una calma vigilante, un alivio silencioso que yo sentía en mi propio cuerpo. -¿Qué... qué demonios era eso? -susurré, mi voz apenas audible, mientras sentía el temblor incontrolable de mi propio pulso, un tambor en mis oídos. El dragón no pudo responder a mi pregunta con palabras, pero su acción de interponerse entre la criatura y yo, su gruñido protector, habían hablado un lenguaje universal de defensa y cuidado. Era su forma de decir: "estás a salvo conmigo". Después de ese encuentro inquietante, la tranquilidad inicial del claro regresó lentamente, aunque ahora teñida de una sutil sensación de vulnerabilidad. Sabíamos que no estábamos solos en este bosque, que había criaturas que lo habitaban, algunas amigables, otras no. La necesidad de encontrar un refugio seguro, un lugar donde pudiéramos descansar sin la constante amenaza, se volvió aún más apremiante. Como si comprendiera mis pensamientos, el dragón comenzó a olfatear el aire, moviendo su gran cabeza de un lado a otro, captando los sutiles olores del entorno, buscando algo específico. Finalmente, pareció encontrar algo que le interesaba. Se movió hacia el lado del claro donde una imponente pared de roca se elevaba abruptamente, cubierta en parches de musgo verde y enredaderas oscuras que se aferraban a la piedra. Caminó a lo largo de la base rocosa, inspeccionando cada grieta y saliente con una atención minuciosa, como si conociera cada centímetro de ella. Llegó a un punto donde la pared de roca presentaba una serie de fracturas y una sección parecía ligeramente desprendida, oculta por una densa capa de vegetación. Con una suavidad sorprendente para su tamaño, empujó con su hocico una masa de rocas cubiertas de musgo. Para mi asombro, la sección rocosa se movió hacia adentro, como una puerta secreta, revelando una abertura oscura y aparentemente profunda. Era la entrada a una cueva, oculta a la vista por la naturaleza misma, un secreto guardado por la montaña. El dragón se giró hacia mí y emitió un suave sonido gutural, una especie de invitación silenciosa, antes de adentrarse en la oscuridad de la abertura. Dudé solo un instante, la incertidumbre de lo que podría haber dentro luchando contra la necesidad imperante de seguridad. Finalmente, confiando en el instinto del dragón, ese instinto que nos había salvado varias veces, lo seguí. El interior de la cueva estaba envuelto en una oscuridad casi total al principio, densa y fría, pero a medida que mis ojos se esforzaban por adaptarse, comencé a distinguir las paredes irregulares de roca húmeda y el suelo cubierto de una mezcla de tierra suelta y pequeños guijarros. El aire era fresco y tenía un olor terroso, mezclado con la humedad de la piedra, un aroma a antiguo y a tierra. El dragón continuó adentrándose en la cueva, y pronto la oscuridad se atenuó ligeramente al revelar una cámara más amplia. Una tenue luz plateada se filtraba desde una abertura irregular en el techo, lo suficientemente grande como para iluminar parcialmente el espacio, revelando formaciones rocosas interesantes que colgaban como estalactitas y un suelo relativamente plano en el centro, ideal para descansar. Este lugar se sentía seguro, un santuario natural escondido en el corazón de las montañas, un refugio perfecto del mundo exterior. El dragón se acostó en el suelo de la cueva, su inmenso cuerpo ocupando una porción considerable del espacio, una mole protectora. Luego, giró su gran cabeza hacia mí y me miró, sus ojos dorados brillando suavemente en la penumbra, como si me ofreciera este lugar como nuestro refugio, nuestro hogar temporal. Caminé hacia él y me senté cerca de su cálido costado escamoso. La cueva emanaba una sensación de protección y aislamiento que no había experimentado desde que dejamos atrás los muros del castillo. Era como si la montaña misma nos estuviera abrazando. -Este lugar... es perfecto -murmuré, un suspiro de alivio escapando de mis labios. La tensión de la fuga y el encuentro con la criatura lobuna comenzaba a ceder, disolviéndose en el aire fresco de la caverna. El dragón emitió otro de sus suaves ronroneos vibrantes, una respuesta que interpreté como un acuerdo silencioso, un "sí, este es un buen lugar". Me permití apoyar mi espalda contra su cálido y resistente costado, sintiendo el latido lento y poderoso de su corazón resonar a través de sus escamas, una vibración tranquilizadora. En la penumbra protectora de la cueva, con mi dragón a mi lado, finalmente encontré un refugio inesperado en la oscuridad de la noche. Un lugar donde, al menos por ahora, estábamos a salvo de las amenazas del exterior. La oscuridad de la cueva nos envolvió con una sensación de aislamiento del mundo exterior, un velo protector. Después de la tensión del encuentro en el claro, este refugio rocoso ofrecía una bienvenida sensación de seguridad y paz. El aire era fresco y ligeramente húmedo, con un aroma terroso que hablaba de siglos de piedra y silencio, un olor a lo inmemorial. El dragón se había acomodado en el suelo de la caverna, su inmenso cuerpo ocupando la mayor parte del espacio, un coloso dormido que me ofrecía protección. La tenue luz que se filtraba por la abertura natural en el techo danzaba sobre sus escamas negras, revelando destellos sutiles y creando juegos de sombras en las paredes irregulares, como si la cueva misma estuviera viva. Me senté cerca de él, sintiendo el calor reconfortante que irradiaba su cuerpo, una presencia cálida y sólida en la penumbra que me recordaba que no estaba sola. Observé el interior de la cueva con más detenimiento, permitiendo que mis ojos se adaptaran por completo. No era una simple grieta en la roca. Se extendía hacia adentro, formando una cámara espaciosa con un techo abovedado naturalmente, como una catedral subterránea. Las paredes presentaban formaciones rocosas interesantes, algunas lisas y pulidas por el tiempo, otras ásperas y llenas de salientes, creando texturas fascinantes. En algunos puntos, pequeñas estalactitas colgaban del techo, brillando tenuemente bajo la escasa luz, como lágrimas de piedra. El suelo estaba cubierto de una capa de tierra fina y guijarros sueltos, con parches de musgo suave que crecían en las zonas más húmedas, formando pequeñas alfombras verdes. Parecía un lugar que la naturaleza había tallado con paciencia a lo largo de incontables años, un santuario ancestral. Me permití un momento para simplemente respirar, dejando que la tensión de la fuga y el encuentro con la criatura del bosque se disiparan gradualmente de mi cuerpo y mi mente. Aquí, en este vientre de piedra, sentía una paz que no había experimentado en mucho tiempo, una calma profunda que calaba hasta los huesos. Era un contraste abismal con la opulencia fría y vigilada del castillo, un cambio que mi alma agradecía. El dragón movió ligeramente su gran cabeza y me miró con sus ojos dorados. Había una calma palpable en su expresión, una tranquilidad que se contagiaba, que me envolvía. Se acercó un poco y rozó suavemente mi brazo con su hocico escamoso, un gesto que ahora comenzaba a reconocer como una forma de consuelo y cercanía, de afecto puro. Exploré con la mirada los alrededores. En una esquina de la cueva, descubrí una pequeña acumulación de hojas secas y ramas pequeñas, como si alguien o algo hubiera preparado un lecho. ¿Había estado usando este refugio antes, en algún momento de su vida, antes de su cautiverio? La pregunta añadió otra capa de misterio a la naturaleza del dragón, a su historia desconocida. Me levanté y caminé lentamente por la cueva, examinando las paredes y el techo. La abertura en lo alto parecía ser una chimenea natural, permitiendo la entrada de luz y aire fresco, una ventilación perfecta. No parecía haber otras salidas visibles, lo que hacía de este lugar un escondite relativamente seguro, difícil de encontrar para cualquier perseguidor. Volví a sentarme junto al dragón, apoyando mi espalda contra su costado. La solidez de su presencia era reconfortante, un ancla en mi mundo incierto. A pesar de su imponente tamaño y su naturaleza desconocida, no sentía miedo de él aquí. En cambio, había una creciente sensación de confianza, un vínculo silencioso que se había forjado en el peligro y la necesidad, en la adversidad compartida. Pasamos un largo rato en silencio. Yo observaba las sombras danzar en las paredes de la cueva, imaginando las historias que estas rocas podrían contar, los secretos que habían presenciado a lo largo de los siglos. El dragón permanecía tranquilo a mi lado, a veces emitiendo un suave ronroneo que vibraba a través de su cuerpo y llegaba hasta mí, una melodía subterránea que me arrullaba. El cansancio de los últimos días, de la fuga, de la tensión, comenzó a pesar sobre mí. Bostecé, sintiéndome agotada física y emocionalmente, mis párpados pesados. El dragón pareció notarlo. Se movió ligeramente, ofreciéndome un espacio más cómodo a su lado, un hueco perfecto para mi pequeño cuerpo. Lentamente, me acurruqué junto a él, usando su cálido cuerpo como almohada improvisada. La textura de sus escamas no era tan incómoda como imaginaba, y el calor que emanaba de él era sorprendentemente agradable, un calor que me invitaba al sueño. Cerré los ojos, sintiéndome más segura de lo que me había sentido en mucho tiempo, quizás en toda mi vida. En la quietud de la cueva, con el suave ronroneo del dragón como una nana improvisada, el sueño comenzó a reclamarme, arrastrándome a sus profundidades. Por primera vez desde mi huida, sentí que podía relajarme de verdad, al menos por unas horas, liberándome de la carga de la huida. Este refugio inesperado, este santuario de piedra, se había convertido en nuestro primer hogar en la libertad.