La noche cayó como una manta espesa sobre los tejados del palacio, y con ella, la silueta encapuchada de Violeta se deslizó entre sombras y columnas. La capa gris sin escudo la protegía de miradas curiosas, y el calzado suave amortiguaba cada paso sobre las losas frías del ala norte. Nadie debía verla. Nadie debía saber que la dama Lancaster, heredera de una de las casas más antiguas del reino, descendía a las entrañas de la conspiración.
La torre del halcón no se usaba desde hacía años. Al menos no oficialmente. Era un espacio estrecho y empinado, con peldaños de piedra que crujían bajo el peso del tiempo y la humedad. Las ventanas eran delgadas y alargadas, como hendiduras para arqueros. Desde ahí, los guardianes del pasado vigilaban el horizonte. Ahora, sin embargo, lo que se tramaba en esa torre no era defensa, sino ataque.
Violeta subió con cautela, pegada a la pared, una mano siempre lista sobre la daga oculta bajo la capa. El corazón le latía con fuerza, no por miedo, sino por