Violeta cerró el compartimento con una lentitud medida, casi ritual. La daga aún temblaba entre sus dedos, como si su metal helado pudiera absorber el peso de sus pensamientos. No era solo un arma; era un legado. Una advertencia cincelada en acero que no apuntaba a sus enemigos... sino a su propio reflejo.
El despacho, bañado por la luz temblorosa de las velas, parecía más pequeño, como si las paredes se cerraran lentamente sobre ella. El olor a cera derretida, a papel envejecido y a humedad antigua, la envolvía con una familiaridad opresiva. Ese lugar, donde antes encontraba refugio, ahora se le revelaba como una jaula de secretos, un escenario cuidadosamente montado para mantenerla distraída mientras el verdadero drama ocurría a sus espaldas.
Elian.
Su madre.
Las piezas empezaban a encajar, y el cuadro que formaban no era hermoso… sino monstruoso.
La traición dolía, sí. Pero lo que verdaderamente la desgarraba era el eco de una verdad más cruel: toda su vida había sido una obra de t