El día se alargaba en el horizonte, bañando el reino de Theros con una luz dorada, casi etérea, que parecía derretirse sobre los mármoles brillantes del palacio. Afuera, en los márgenes de la ciudadela, las sombras se alargaban entre callejones estrechos y puentes de piedra, donde la vigilancia se hacía más estricta debido a rumores persistentes: ladrones merodeaban por los alrededores, buscando cualquier debilidad para infiltrarse. Pero aunque el peligro parecía latente en los bordes del reino, dentro de los muros del palacio, todo era otra realidad.
Los jardines colgantes, verdaderas maravillas de la ingeniería y la naturaleza, flotaban en el aire, suspendidos por finos cables dorados que conectaban las plataformas de mármol como si fueran islas celestes. Allí, la vegetación era un espectáculo secreto: orquídeas negras, flores de luna, helechos iridiscentes y árboles de corteza plateada se entrelazaban en una danza silenciosa que solo el viento parecía entender. No eran los jardines