El reloj del restaurante marcaba ya más allá de las tres de la tarde cuando Emma y Leonard se levantaron de la mesa. Habían compartido risas, miradas furtivas y planes a futuro, pero el correo del evento de Lady Violeta Lancaster seguía latiendo en la mente de Emma como un tambor incesante. Al salir, el aire fresco de la ciudad los envolvió, y Leonard, siempre atento, le ofreció su brazo.
—Vamos a casa —murmuró con esa calma que lo distinguía—. Allí podremos pensar con claridad.
El trayecto en coche estuvo lleno de silencios cómodos, esos en los que bastaba mirarse para entender lo que el otro pensaba. Al llegar al apartamento, Emma dejó caer su bolso en el sillón y encendió la cafetera, mientras Leonard se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, observándola con la intensidad de alguien que aún no terminaba de asimilar el mundo moderno.
—Emma… —su voz grave rompió el murmullo de la máquina—. Sobre la celebración…
Emma levantó la mirada, curiosa.
—¿Qué pasa?
Leonard caminó hacia