El murmullo lejano de la ciudad apenas se filtraba en el salón, donde el reloj marcaba la hora del almuerzo. La mesa estaba servida con sencillez, aunque cada detalle tenía ese aire cálido y delicado que siempre distinguía a Emma. Leonard, sentado frente a ella, parecía distraído, moviendo con parsimonia el tenedor sobre el plato sin apenas probar bocado.
Emma lo observó con paciencia unos segundos, hasta que decidió romper el silencio.
—Leonard —dijo suavemente, inclinándose un poco hacia él—. Quiero que dejes de preocuparte por lo de la invitación.
Él levantó la mirada, todavía cargada de esa sombra de desconfianza que lo había acompañado desde la mañana.
—No puedo evitarlo —repuso con un hilo de voz grave—. Todo suena demasiado calculado. Esa celebración… no sé, me huele a trampa.
Emma apoyó el codo sobre la mesa y lo miró directo a los ojos. No había titubeo en su expresión, solo convicción.
—Escúchame bien, Leonard. Esto lo organizó la editorial, no Victoria, ni mucho menos lady