La mañana había llegado con una quietud inusual al ala este del castillo de Theros. Las sombras se estiraban sobre los tapices pesados y las columnas antiguas, y entre las rendijas de los vitrales, una luz tenue bañaba el mármol con matices dorados. Lady Violeta Lancaster se encontraba en sus aposentos, sentada frente a la ventana abierta, con una taza de té intacta entre sus manos. Su postura, recta y majestuosa como siempre, contrastaba con la expresión ausente de sus ojos.
La brisa movía apenas los rizos oscuros que se escapaban de su peinado cuidadosamente elaborado. Su doncella entró, y con una leve reverencia, anunció:
—Mi lady, ha llegado una carta. Del príncipe Leonard de Theros.
Lady Violeta Lancaster ni siquiera parpadeó. Bajó lentamente la mirada hasta el sobre sellado con el emblema real: un dragón dorado sobre un campo de estrellas negras. La doncella le tendió el mensaje, pero ella no estiró la mano.
—Déjalo sobre la mesa.
—¿Desea que la abra por usted? —preguntó la jove