La lluvia fina golpeaba suavemente los cristales del ventanal. Lady Violeta Lancaster se encontraba sentada en un elegante sillón color marfil, con una taza de té humeante en sus manos, mientras observaba el incesante vaivén de la ciudad que jamás dormía. Bajo ella, la Quinta Avenida hervía de movimiento: taxis amarillos, luces de neón, peatones apresurados con paraguas de colores… y esa mezcla inconfundible de caos y belleza que solo Nueva York sabía ofrecer.
—Siglo XXI… —susurró, con un dejo de ironía en los labios—. Quién lo diría.
Violeta, que alguna vez había caminado por los salones de mármol y cristal del Palacio de Theros, rodeada de cortesanos que inclinaban la cabeza ante su sola presencia, ahora vivía en un apartamento minimalista en Manhattan, a más de cinco mil kilómetros de todo lo que conocía. Y, sin embargo, lo más desconcertante no era la distancia, sino el tiempo. Porque ya había pasado más de un año desde que, sin explicación alguna, había despertado en este mundo m