Habían pasado semanas desde aquella noche en que Emma despertó en su habitación en Nueva York, envuelta en una bruma de confusión y vacío. El reloj avanzaba como si no le importara su sufrimiento, como si las horas no supieran que su corazón estaba partido entre dos mundos. Caminaba por las calles grises, entre cafés, luces de neón, vitrinas llenas de ropa de moda… y nada, absolutamente nada, lograba devolverle la chispa en los ojos. Cada rincón de su ciudad, antes tan familiar, le parecía extraño. Frío. Lejano. Como si hubiera despertado de un sueño hermoso para encontrarse atrapada en una realidad que ya no le pertenecía.
En su apartamento, los libros apilados en los estantes parecían observarla con lástima. Intentó leer una y otra vez, abrir aquellas páginas que antes la hacían reír, llorar o soñar… pero no podía. Su vista se nublaba. Las palabras se desdibujaban. Ninguna historia era suficiente porque ninguna era su historia. Ni una sola podía traerle de vuelta al príncipe Leonard