El silencio del alba se extendía por los pasillos de palacio como un manto de terciopelo gris. Los muros, ajenos a los secretos que albergaban, parecían contener la respiración del reino. Y en medio de aquella quietud, la reina madre Isolde caminaba con determinación, sus pasos resonando con el eco seco de su resolución. Esa mañana no iba a delegar. No enviaría doncellas ni mensajeros. Ella misma hablaría con Lady Violeta Lancaster.
Violeta se encontraba en el invernadero, rodeada por la fragancia de jazmines y magnolias. Su semblante era tranquilo, pero su alma se debatía entre la decisión de alejarse o ceder al abismo de sentimientos que el príncipe Leonard había provocado en ella. Cuando sintió la presencia de la reina madre, no se sobresaltó. Solo se giró lentamente, con una reverencia contenida.
—Majestad —dijo Violeta, con una voz serena pero firme.
Isolde no se detuvo a observar las flores. Se acercó directamente a ella, con la mirada fija, como si evaluara una joya cuya autent