La galería estaba vacía, salvo por ella.
El atardecer comenzaba a teñir los muros de Theros de un oro rojizo que caía en haces por los vitrales altos. Violeta se había alejado del bullicio de la preparación, de los ensayos de protocolo, de las manos nerviosas que la querían peinar, maquillar, vestir. Había encontrado un respiro en la piedra silenciosa del segundo piso, donde el castillo susurraba menos y los recuerdos dolían más quedo.
Se apoyó contra una columna, mirando el horizonte. Los árboles más allá de las murallas se mecían en un vaivén perezoso, como si el mundo, en su ajenidad, ignorara lo que esa noche significaba.
Iba a sentarse a su lado. A la derecha del príncipe. Del heredero. Frente al Alto Consejo. Frente al Reino.
Y frente a ella misma.
Un paso firme interrumpió sus pensamientos.
—¿Tienes miedo?
La voz de Leonard la sobresaltó. Profunda, cercana.
Estaba detrás de ella, aún con la túnica ligera del entrenamiento, el cabello húmedo cayéndole sobre la frente. Su rostro,