El viaje de regreso a Theros no fue inmediato. Violeta decidió detenerse unos días en la aldea de Beryn, una comunidad pequeña y rodeada de colinas suaves donde las voces del templo aún no llegaban y los nombres no pesaban como en la capital. En ese rincón olvidado del reino, se permitió respirar sin miedo. Cada amanecer era solo un amanecer, sin símbolos, sin profecías, sin pactos.
—Podríamos irnos —sugirió Lady Cerys una tarde mientras compartían un pan caliente en la plaza del mercado—. Podríamos navegar hacia el este. Nunca más mirar atrás.
Pero Violeta solo sonrió, agradecida. Porque había tenido esa misma fantasía… y había decidido dejarla ir.
—No nací para esconderme —respondió—. No otra vez.
Y al tercer día, cuando el rocío aún reposaba sobre la hierba, Violeta ensilló su caballo y tomó el camino a Theros. Ya no como una fugitiva ni como una víctima. Sino como una llama que había decidido no apagarse.
La capital la recibió con murmullos que se extendían como viento en los corr