Bajo la superficie

El aire en la sala de fisioterapia parecía cargado de algo más que el simple esfuerzo físico. El sonido de la respiración agitada de Fernando aún resonaba en mis oídos mientras él permanecía acostado en la camilla, con el pecho subiendo y bajando lentamente mientras recuperaba el aliento. La última serie de ejercicios había sido intensa, pero había logrado más de lo que cualquiera —quizás incluso él mismo— habría esperado.

Lo había visto en sus ojos. Esa chispa fugaz que brillaba cada vez que superaba un límite, aunque se negara a admitirlo. Y, sin embargo, algo había cambiado en el instante en que el teléfono sonó y el nombre de Isabel Domínguez apareció en la pantalla.

Yo no debía haber prestado atención. No debía haberme permitido sentir esa punzada de incomodidad al ver la expresión en su rostro, mezcla de sorpresa y frustración. Pero lo hice. Y, aunque él había optado por ignorar la llamada y continuar con la sesión, la tensión invisible que se instaló en el aire desde ese momento seguía vibrando en mi pecho.

—Bien, eso es todo por hoy —dije, dando un paso atrás y desenrollando la banda elástica de sus tobillos—. Has hecho un gran trabajo, Fernando. Deberías sentirte orgulloso.

Sus ojos verdes se encontraron con los míos durante un segundo demasiado largo antes de que él apartara la mirada, como si las palabras que quería decir se hubieran quedado atrapadas en su garganta. En ese breve instante, percibí algo que no encajaba con su habitual actitud defensiva, una vulnerabilidad tan fugaz que casi podría haberla imaginado.

—¿Necesitas ayuda para volver a la silla? —pregunté, manteniendo el tono profesional que tanto me costaba conservar cuando estaba cerca de él.

—No. —La respuesta llegó de inmediato, cargada de ese orgullo obstinado que ya comenzaba a conocer bien—. Puedo hacerlo solo.

Lo observé en silencio mientras se incorporaba lentamente sobre la camilla. El movimiento le costó más de lo que quería admitir. El sudor le perlaba la frente y los músculos de sus brazos temblaron levemente por el esfuerzo, pero aún así, logró sentarse sin mi ayuda. Durante un instante, su expresión se suavizó apenas, como si el simple hecho de haberlo logrado por sí mismo le hubiera devuelto una pequeña parte de la confianza que había perdido.

—Muy bien —dije con una leve sonrisa—. El dolor que sientes ahora es parte del proceso. Significa que tus músculos están despertando.

—¿Y si no quiero que despierten? —murmuró con una sonrisa sarcástica, pero esta vez no había amargura en su tono. Solo cansancio. Y tal vez una pizca de resignación.

—Entonces tendré que seguir despertándolos hasta que lo acepten —respondí sin perder el ritmo, sorprendiéndome de mi propia audacia.

Esperaba un comentario cortante o una mirada irritada. Pero, para mi sorpresa, lo único que recibí fue una breve carcajada seca.

—Eres más terca de lo que pareces, ¿lo sabías?

—Me lo han dicho antes —respondí con ligereza mientras me acercaba para ayudarlo a ajustar los reposapiés de la silla.

Nuestros dedos se rozaron durante un segundo al acomodar la manta sobre sus piernas, y ese contacto fugaz fue suficiente para que el aire entre nosotros pareciera volverse más denso. Me aparté rápidamente, fingiendo no haber notado el leve cambio en su respiración ni la manera en que su mirada se había detenido en mi rostro.

—Por hoy hemos terminado —dije, retomando mi tono profesional mientras ordenaba nerviosamente los materiales sobre la mesa—. Te recomiendo que descanses y te hidrates bien. Mañana continuaremos con ejercicios de equilibrio y coordinación.

Fernando asintió sin decir nada. Por un momento, creí que simplemente se marcharía en silencio, como siempre. Pero cuando sus manos tomaron las ruedas de la silla para girarse hacia la puerta, se detuvo y habló sin mirarme.

—Gracias, Valeria.

No esperaba esas palabras. Ni el tono en el que fueron pronunciadas: bajo, casi susurrante, pero con un matiz de sinceridad que parecía arrancado a la fuerza de su pecho.

—De nada, Fernando —respondí, manteniendo mi voz firme pese al nudo que se había formado en mi garganta.

Lo vi salir de la sala sin volver la vista atrás. Pero incluso después de que la puerta se cerró, la sensación de su presencia seguía impregnando el aire. Me quedé inmóvil durante unos segundos, intentando entender qué había cambiado hoy, qué palabras no dichas habían quedado flotando entre nosotros.

El reloj de la pared marcaba las tres de la tarde. Aún tenía tres pacientes más antes de terminar mi jornada, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi mente no estaba completamente presente en la sala de terapia. Una parte de mí había salido por esa puerta junto a Fernando, y no sabía exactamente cómo recuperarla.

El resto de la tarde avanzó en un torbellino de actividades que apenas me dejaron tiempo para pensar. Pacientes, reuniones, informes… Todo se sucedió en una rutina tan familiar como agotadora. Pero, por más que intentara concentrarme en mis tareas, la imagen de Fernando seguía regresando a mi mente en los momentos más inesperados.

Lo veía esforzándose sobre la camilla, con el rostro tenso por el esfuerzo pero negándose a rendirse. Lo veía impulsarse desde la silla sin aceptar mi ayuda, como si cada movimiento fuera una batalla personal que debía ganar por sí mismo. Y, sobre todo, lo veía mirándome de esa forma en la que parecía estar buscando algo más allá de las palabras.

Me obligué a concentrarme en la terapia durante los cuarenta minutos restantes, pero fue un esfuerzo casi físico mantener a Fernando fuera de mis pensamientos. Cuando finalmente terminé, mi cabeza palpitaba ligeramente y sentía una tensión en los hombros que no tenía nada que ver con el cansancio físico.

Recogí mis cosas de la pequeña oficina que compartía con otros tres fisioterapeutas, y finalmente terminé mi turno cuando el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados y las luces del centro se encendían una a una, proyectando sombras suaves sobre los pasillos. Me despedí de mis colegas con un gesto rápido y salí al jardín, necesitando un momento de aire fresco antes de regresar a mi apartamento.

No era habitual que me quedara después de mi horario. Normalmente, salía directamente hacia mi coche en cuanto terminaba la última sesión, ansiosa por llegar a casa y desconectar del trabajo. Pero hoy, algo me impulsó a desviarme hacia los jardines del centro, un espacio tranquilo diseñado para que los pacientes pudieran pasear y disfrutar del aire libre durante su rehabilitación.

El crujido de las hojas bajo mis pies me acompañó mientras recorría el sendero de piedra que serpenteaba entre los árboles. La brisa nocturna traía consigo el aroma lejano de las flores del invernadero, mezclado con la humedad de la tierra recién regada. Durante un instante, cerré los ojos y respiré hondo, dejando que la calma del lugar aliviara la tensión acumulada en mis hombros.

Pero la calma duró poco.

Porque, cuando abrí los ojos, lo vi.

Fernando estaba junto a una de las bancas de piedra cerca de la fuente, con las manos apoyadas en las ruedas de la silla y la mirada fija en el agua que reflejaba la luz de las farolas. Su perfil se recortaba contra el fondo oscuro del jardín, y aunque su postura parecía relajada, la tensión en su mandíbula lo delataba.

Me quedé inmóvil durante unos segundos, dudando si debía acercarme o no. Parte de mí sabía que este era un momento privado, un espacio en el que él probablemente no quería ser interrumpido. Pero otra parte, más profunda e instintiva, no pudo evitar dar un paso hacia adelante.

El camino de piedra crujió bajo mis pies, delatando mi presencia. Vi cómo sus hombros se tensaban ligeramente, pero no se giró para mirarme. Por un segundo, consideré la posibilidad de seguir mi camino y fingir que no lo había visto, pero mis pies parecían tener voluntad propia mientras me acercaba lentamente hacia él.

—¿Puedo acompañarte? —pregunté suavemente cuando estuve lo suficientemente cerca.

Fernando giró la cabeza hacia mí con una leve expresión de sorpresa, como si no hubiera esperado verme a a esa hora. Sus ojos verdes brillaron bajo la tenue luz de la farola, pero su rostro no mostró ni irritación ni sarcasmo. Solo un cansancio silencioso que parecía pesarle tanto como la silla en la que estaba sentado.

—Es un lugar público —respondió, pero su tono carecía del filo habitual.

Tomé eso como una invitación y me senté a su lado en la banca, manteniendo una distancia prudente entre ambos. El sonido del agua de la fuente llenó el silencio incómodo que se instaló entre nosotros durante los primeros minutos, hasta que finalmente decidí romperlo.

—Lo has hecho muy bien hoy —dije, sin mirarlo, con la vista fija en los reflejos de luz sobre el agua—. Más de lo que esperabas, ¿verdad?

—¿Vienes a darme un discurso motivador? —respondió con una sonrisa irónica, pero sin verdadera malicia.

—No —respondí, girando la cabeza para mirarlo directamente—. Solo quería recordarte que, aunque duela, estás avanzando. Y eso es lo único que importa.

Fernando sostuvo mi mirada durante unos segundos que parecieron estirarse más de lo necesario. Y, por un instante, creí ver algo diferente en sus ojos. Algo que no tenía nada que ver con la frustración ni el dolor, sino con una pregunta que no se atrevía a formular.

La brisa nocturna movió un mechón de su cabello oscuro sobre la frente, y tuve que contenerme para no extender la mano y apartarlo. Había líneas invisibles que no debía cruzar, fronteras profesionales que me había prometido respetar. Y sin embargo, sentada allí junto a él bajo la luz plateada de la luna, esas líneas parecían cada vez más difusas.

—¿Siempre te involucras tanto con tus pacientes? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio. Su voz sonaba más suave que durante nuestras sesiones, casi vulnerable.

El comentario debería haberme molestado. Debería haberle respondido con la distancia profesional que me esforzaba tanto por mantener. Pero, en lugar de eso, las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.

—Solo con los que me importan.

La sorpresa en sus ojos fue instantánea, seguida de algo que no pude identificar del todo. Una mezcla de confusión, interés y un destello de esperanza. Sus labios se entreabrieron ligeramente, como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras adecuadas.

El silencio que siguió estuvo cargado de posibilidades no expresadas. La fuente continuaba con su suave murmullo, las hojas susurraban con la brisa, y en algún lugar distante del jardín un pájaro nocturno emitió un canto solitario. Todo parecía conspirar para crear un momento suspendido en el tiempo, un espacio donde las palabras no dichas pesaban más que cualquier conversación.

Pero antes de que pudiera decir nada más, me levanté de la banca y alisé los pliegues de mi chaqueta. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, y sabía que si permanecía allí un minuto más, podría decir o hacer algo de lo que después me arrepentiría.

—Descansa esta noche, Fernando —dije, obligándome a recuperar mi tono profesional—. Mañana continuaremos trabajando.

Di un paso hacia el sendero sin mirar atrás, temerosa de lo que podría ver en su rostro. ¿Decepción? ¿Alivio? ¿O quizás la misma confusión que sentía yo?

—Valeria —su voz me detuvo cuando había avanzado apenas unos metros.

Me giré lentamente, conteniendo la respiración sin saber por qué.

—Gracias por todo.

Fernando me miraba con una intensidad que nunca había visto en él. La luz de la farola proyectaba sombras suaves sobre su rostro, suavizando las líneas de tensión habituales alrededor de sus ojos.

Asentí levemente, sin confiar en mi voz para responder. Y mientras me alejaba por el sendero, sentí su mirada siguiéndome a través de la oscuridad, como si sus ojos intentaran alcanzar algo que aún no sabía cómo pedir.

Y, aunque no quise admitirlo, una parte de mí deseó poder darle aquello que buscaba.

 

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