Cuando Marco D’Amico salió del tocador, su cuello manchado por una fina línea de sangre y su orgullo hecho trizas, supe que no todo había terminado. Lo vi perderse en el pasillo, caminando con esa rigidez de quien intenta sostener la dignidad a pesar de la humillación. Pero apenas cruzó la puerta, la temperatura en el ambiente cambió por completo.
Gabriele cerró la puerta del baño con brusquedad. Me miró con una intensidad que no reconocía. Su respiración era rápida, sus manos crispadas.
—¿¡Estás loca!? —Espetó, avanzando hacia mí, sin alzar la voz, pero con una furia contenida que me heló la sangre—. ¿De dónde sacaste esa navaja? ¿Cómo, diablos, conseguiste una funda táctica sin que yo lo supiera?
Supe en ese momento que no estaba simplemente molesto. Estaba alterado. Asustado. Y esa mezcla en Gabriele era peligrosa.
—No iba a quedarme esperando a que alguien viniera a salvarme —respondí, intentando mantenerme firme, aunque el temblor en mis piernas amenazaba con traicionarme.
Él se