Desde su regreso de Marsella, Isabella no habló una sola palabra de Claudia Moretti.
No mencionó su rostro, ni su voz, ni sus amenazas. Solo volvió al trabajo con una intensidad nueva. Una frialdad quirúrgica.
Como si cada movimiento fuera un cálculo.
—¿No vas a contarme qué pasó allá? —preguntó Dante una noche, al verla revisar documentos hasta pasadas las dos de la madrugada.
—No hay nada que contar —respondió ella, sin levantar la vista—. La vi. Me miró. Sobrevivimos ambas. Fin.
Dante se acercó, le quitó el bolígrafo de las manos.
—Te conozco. Y cuando te vuelves más silenciosa es porque algo se está quebrando dentro de ti.
Isabella lo miró por fin.
—Lo que me está quebrando no es ella. Es que siempre llegan justo cuando empezamos a respirar.
Dante le besó la frente.
—Entonces respiremos más fuerte.
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Pero el aire duró poco.
Esa semana, llegaron tres notificaciones judiciales al nombre de Isabella Leone. No como criminal. No como sospechosa.
Como “persona de interés” en una inves