Las paredes de la mansión sabían más de lo que se decía en voz alta. Escuchaban las conversaciones veladas, las decisiones no anunciadas, los silencios que pesaban como balas. Y últimamente, esas paredes hablaban demasiado.
El nombre de Isabella ya no era solo una amenaza para los enemigos. También comenzaba a serlo para los que estaban del mismo lado de la mesa.
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Silvano Russo, uno de los capos más antiguos, le debía lealtad a Dante… pero no le gustaba obedecer órdenes de una mujer. Había callado, sí. Por respeto. Por miedo. Pero tras la humillación pública que Isabella le hizo pasar frente a los otros líderes, algo en él se quebró. En su mente, el orden natural de las cosas se había invertido. Y eso, para hombres como él, era inaceptable.
Esa noche, se reunió en secreto con dos aliados menores en una casa vieja en las afueras. El lugar olía a humedad y a traición.
—Dante ya no ve —escupió Silvano—. Está ciego. Esa mujer lo tiene atrapado. Cree que la inteligencia basta para lider