El nombre de Isabella ya no se pronunciaba con duda. Se susurraba con respeto, con miedo, con esa mezcla extraña que solo despiertan los líderes inesperados. Ya no era “la esposa de Dante”. Ahora era ella. Una presencia que se sentía en las reuniones, en las decisiones, incluso en las calles más peligrosas del sur.
Y eso, precisamente, empezaba a inquietar a los Rinaldi.
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La respuesta a la bala no tardó en llegar.
Una camioneta apareció en uno de los puntos de carga del puerto de San Giacomo. Fue rápida, silenciosa. Dos hombres descendieron. Dejaron un mensaje en una carpeta negra y desaparecieron sin ser vistos.
Dentro, un video.
Isabella lo vio sola, en su despacho.
Aparecía un muchacho joven, uno de los nuevos reclutas que había defendido su nombre semanas atrás. Estaba arrodillado, con la cara ensangrentada, respirando con dificultad. Detrás de él, un hombre con guantes negros sostenía un arma en la sien.
—Un mensaje para Isabella Loredana —decía una voz distorsionada—. Este es