La notificación apareció en mi teléfono poco después del mediodía.
“Sala de juntas, nivel ejecutivo. 15:00.”
Ni firma, ni explicación. Pero no hacía falta.
Solo una persona en todo el hospital tenía ese tono de autoridad que no dejaba margen para la duda: Lorenzo Dimonte.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Ya había dado mi palabra. Había aceptado su trato. Pero una cosa era decirlo, y otra verlo materializado en papel. En un contrato que, probablemente, marcaría el resto de mi vida.
Cuando crucé las puertas de la sala, él ya estaba ahí.
De pie, junto a la mesa de cristal, impecable con su traje negro, revisando unos documentos. Su sola presencia llenaba el espacio.
—Llega puntual —dijo sin levantar la vista—. Un buen comienzo.
Me limité a asentir. Mis piernas parecían de plomo.
—Siéntese, doctora —añadió con un tono suave, pero inapelable.
Frente a mí había una carpeta de cuero negro, con su nombre grabado en letras plateadas: “Lorenzo Dimonte.”
Debajo, el mío: “Isabela Longaset.”