Volví a la tienda de disfraces con los dos trajes de oso doblados sobre mis brazos. Me sentía todavía agotada por todo lo que había pasado la noche anterior. Cuando entré, la campanita de la puerta sonó y la mujer —la misma que nos había metido casi a empujones en la presentación infantil— levantó la vista y sonrió como si me hubiese estado esperando desde hacía horas.
—¡Por fin, niña! —exclamó, acercándose—. Pensé que no volverían nunca. ¿Dónde está tu compañero? ¿Ese joven tan educado?
—Está… ocupado —respondí, intentando no ponerme nerviosa—. Solo vine a entregar los trajes. Están limpios y completos.
—Perfecto, perfecto —dijo ella, revisando uno por uno—. Ustedes dos fueron un éxito. De verdad, animaron la fiesta. Los niños los adoraron.
Yo solo asentí, incómoda. No tenía idea de cómo decirle que no pensaba volver a disfrazarme de oso en mi vida.
—Justamente —continuó ella, entrelazando los dedos— quería proponerte algo. ¿Te gustaría trabajar aquí algunos turnos nocturnos? Necesit