Un latido

Mamá se marchó dos días después. No pudo ver a Lorenzo.

“Cobarde”, pensé. No se había atrevido a darle la cara, y en el fondo, lo sabía. Le dije a mamá que estaba lleno de trabajo, que no podía salir del despacho, pero ella no era tonta. Su silencio fue su manera de decirme que no me creía.

Cuando la llevé al aeropuerto, no pude contener el llanto. La abracé con fuerza, aspirando su perfume, ese aroma que siempre me hacía sentir segura.

—No llores, hija, no quiero que me recuerdes así —me dijo acariciándome el rostro—. Tienes que ser fuerte, por ti y por esa pequeña que crece dentro de ti.

—No quiero que te vayas —susurré, aferrándome a ella.

—Volveré pronto. Y cuando lo haga, quiero encontrarte feliz, ¿me oyes?

Asentí, aunque sabía que en ese momento la felicidad era un lujo que no podía permitirme. Vi cómo desaparecía tras los controles, mientras mis lágrimas me nublaban la vista. Me quedé un largo rato allí, sin poder moverme, hasta que un guardia de seguridad me pidió amablemente
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