El sonido del monitor cardíaco se había convertido en mi nueva melodía.
Pip… pip… pip…
Cada pitido era un recordatorio de que Lorenzo seguía vivo, y eso bastaba para que no me desmoronara.
Habían pasado quince días desde el accidente, y aunque seguía débil, ya abría los ojos por lapsos cortos. A veces decía mi nombre, a veces simplemente me miraba, como si intentara recordar quién era. Los médicos decían que era normal, que el cerebro necesitaba tiempo. Pero yo sabía que no era solo eso; algo más lo atormentaba, algo que iba más allá del golpe o de las cirugías.
Esa mañana, el cielo sobre Milán amaneció gris, casi blanco, y la nieve caía silenciosa sobre los ventanales del hospital. El aire dentro de la habitación olía a desinfectante, pero también a vida. A esperanza.
El equipo médico se marchaba hoy. Daniel, las enfermeras y Manuel habían terminado su trabajo. Gracias a ellos, Lorenzo estaba estable. Su respiración ya no dependía de máquinas, y el color había regresado poco a poco a