Mundo ficciónIniciar sesiónEl silencio que dejó Marcos a su paso era más ruidoso que cualquier conversación. Me quedé helada, con la mirada fija en la silla vacía frente a mí, tratando de procesar la rapidez con la que todo había sucedido. Había sido una conversación agradable, sí, pero increíblemente corta. Un espejismo de conexión que se había desvanecido tan rápido como apareció.
¿Tenía un interés real en mí? Sus cumplidos directos y sus preguntas personales parecían indicarlo, pero su huida repentina lo contradecía todo. Y su última frase... "espero que no me vayas a ver como un obstáculo". No sonaba como una despedida, sino como una advertencia o una promesa. ¿Acaso anunciaba que volvería a aparecer en mi vida?
Mientras más lo pensaba, más misterioso se volvía. En este juego retorcido, él movía todas las piezas. Conocía mi nombre, mi trabajo, mis sueños rotos... mientras que para mí, él no era más que una silueta contra el sol. Yo era un libro abierto; él, una caja fuerte. No tenía su número de teléfono, ni su apellido real con certeza, ni idea de a qué se dedicaba. Yo apenas podía ver la carcasa, esa fachada de lujo y encanto, sin poder rascar siquiera la superficie.
Comí un bocado más del Foie Gras, pero el sabor amargo ahora me parecía una metáfora de mi propia confusión. La situación me había quitado el apetito por completo. Dejé los cubiertos sobre el plato, dándome por vencida. Con un suspiro, llamé al camarero.
—Carlos, todo estuvo delicioso, muchas gracias —mentí con la mejor de mis sonrisas.
—Un placer atenderla, señorita Ruiz. El señor Cea ya se ha encargado de todo.
—Lo sé. Gracias de nuevo.
Me levanté y, con la cabeza hecha un lío, me retiré de aquel ostentoso restaurante que por un momento me había parecido un sueño y ahora se sentía como la escena de un crimen sin resolver.
El resto del sábado se disolvió en un laberinto de calles y pensamientos circulares. Cada escaparate me devolvía el reflejo de una mujer con la mirada perdida, repasando una y otra vez una conversación de apenas media hora como si contuviera algún secreto universal. El domingo no fue diferente. Me acosté temprano, agotada por el torbellino de mis propios pensamientos. Al día siguiente tenía que trabajar, y la rutina, por primera vez en mucho tiempo, se sentía como un ancla a la realidad que necesitaba desesperadamente.
El lunes, en la oficina de ExpressGo, sentí un cosquilleo de anticipación mientras esperaba la asignación de rutas. Mis ojos buscaron su nombre en la pantalla con una esperanza renovada. Pero nada. Mi ruta era por el sur, lejos del barrio de Salamanca. Para el martes, la esperanza se había transformado en una resignación sorda. La decepción, como una vieja conocida, volvió a sentarse a mi lado durante todo el turno, pesada y silenciosa. Quizás tendría que armarme de la misma paciencia que la vez anterior. Quizás su método era aparecer, descolocarme y luego desaparecer por días, solo para ver hasta dónde llegaba mi curiosidad.
El miércoles llegó, y con él, mi resignación. Ya no esperaba nada. Entré a la oficina con la única intención de hacer mi trabajo e irme a casa. Pero el día tenía otros planes para mí. Apenas había dejado mis cosas cuando Marina se me acercó con los ojos muy abiertos.
—Anto, ¿qué has hecho? La jefa quiere verte. Ahora mismo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Sandra? Las llamadas a su despacho solo significaban problemas: paquetes perdidos, quejas de clientes importantes o, peor aún, despidos. Mi mente se aceleró, buscando en vano algún error catastrófico que hubiera podido cometer. Repasé mentalmente mis últimas entregas. ¿Algún paquete perdido? ¿Alguna queja de un cliente? No se me ocurría nada.
Con el estómago encogido, caminé hasta su pequeño despacho de paredes de cristal. Toqué la puerta y entré.
—¿Querías verme, Sandra?
Ella levantó la vista de su ordenador y me dedicó una sonrisa que me desconcertó por completo. Nunca sonreía.
—Antonella, pasa, siéntate. Hoy estás de suerte.
—¿Suerte? —pregunté, confundida.
—Sí. Tienes la tarde libre. Con goce de sueldo, por supuesto.
La miré, sin entender.
—¿Pero cómo? Mi ruta ni siquiera ha empezado.
Sandra se encogió de hombros, su expresión tan perpleja como la mía.
—Ni yo misma lo sé, Antonella. Son órdenes de la gerencia. Directamente de la central. Me llamaron hace diez minutos. "Antonella Ruiz, día libre a partir de ahora". Así que, no me hagas preguntas que no puedo responder. Vete a casa y disfruta.
Salí de su despacho en un estado de shock. ¿Órdenes de la gerencia? Yo era una simple repartidora. La alta gerencia ni siquiera sabía mi nombre. Marina me acribilló a preguntas, pero yo solo podía balbucear que no sabía nada.
Confundida y con una extraña sensación de inquietud, recogí mis cosas y salí del edificio de ExpressGo, la luz del mediodía cegándome por un instante. Y fue entonces, cuando mis ojos se acostumbraron, que lo vi.
Aparcado justo frente a la entrada, había un sedán negro, tan brillante que parecía un espejo. No era un descapotable, sino un coche de lujo, de esos que solo ves en las películas, con los cristales tintados. La ventanilla trasera se deslizó hacia abajo sin hacer ruido.
Y allí estaba él. Marcos Cea.
Vestía una camisa de lino blanco y unas gafas de sol que ocultaban sus ojos. Su chófer, un hombre corpulento con traje, mantenía la vista al frente. Marcos me miró y una sonrisa lenta se dibujó en sus labios.
—¡Qué sorpresa, señorita Antonella! —dijo, su voz grave atravesando el ruido del tráfico—. Qué gusto verla de nuevo... ¿Por casualidad no necesitará que la lleve a algún lado?
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